“El boxeo es sumamente arriesgoso, difícil, duro, sobre todo si es profesional; yo le haría la recomendación a los niños que escogieran otro deporte amateur para que sus familias no sufran”, confiesa de entrada en su impulsiva media lengua característica, apodíctico, regocijado y exhibiendo hoy cierto dejo de remordimiento, mezcla de vehemencia y preocupada melancolía, el ex campeón mundial en tres divisiones Julio César Chávez dentro de un full shot en un atuendo amarillo. Luego, el pronto declarado Último Héroe Mexicano aparecerá tan supersticioso y engallado como siempre, pese a su edad madura, cuando le colocan sus infaltables cintas rojas sobre la frente para ahuyentar “los malos espíritus”, aunque “aquí hay pura gente de bien”, aclara el púgil botado de risa, culminando así su preparación antes de acometer/cometer otra más de las tantas peleas que incluye su inacabable despedida de despedidas postreras (“Adiós, Phoenix”; “Adiós, Arizona”; “Adiós, Texas”; y al final, “Adiós, adiós”, explicará luego uno de sus promotores), esa pelea extra pero de ninguna manera extraordinaria que lo dejará sedente, inmóvil, cabizbajo y ahora sí, de veras preocupado en el rincón de su esquina del ring. Añorantes tomas aéreas de Culiacán se funden con largos recorridos en dolly lateral por los desérticos caminos del sur de la Unión Americana para corear y certificar con sus vistas baldías esos asertos.
Es el prólogo monologal y sintético, del instantáneo documental independiente J.C. Chávez (Canana Films, 77 minutos, 2007) que representa el debut, amable y compacto, en la dirección fílmica del muy bien asesorado exprecoz y taquillero actor mexicano de 27 años Diego Luna (Un hilito de sangre de Erwin Neumaier, 1995; Y tu mamá también de Alfonso Cuarón, 2001; Nicotina de Hugo Rodríguez, 2003; ya vagamente internacionalizado en La terminal de Steven Spielberg, 2004, o en Mister Lonely de Harmony Gummo Korinne, 2007). Vida privada, deslumbrante carrera, pasión (¿y escarnio?) del boxeador estrella mexicano Julio César Chávez, autorizadas y presentadas por él, nacido el 12 de julio de 1962 pero criado en Culiacán, Sinaloa, cuyo inconfundible acento y giros verbales aún conserva, luego de haber obtenido numerosos títulos mundiales de su especialidad, en tres versiones distintas: el superpluma de la World Boxing Comission en 1984, el ligero de la World Boxing Association en 1987, el ligero de la WBC en 1988, el Walter de la IBF Jr en 1990 y definitivamente en 2005, con récord final, aún inigualado en el mundo del boxeo profesional, de 107 peleas granadas, un solo empate, apenas 5 derrotas y 88 triunfos por nocaut, 14 años invicto y 11 años 6 meses campeón. Una previsible mezcolanza de montaje de archivos y cine directo con testimonios en vivo de muchos familiares y celebridades, más alguna secuencia filmada ex profeso, un fatigoso y extenuante seguimiento a marchas forzadas y sudorosa edición de Mariana Rodríguez de la ejecutoria de la celebridad y después, una ingenua meditación sobre el triunfador y el triunfo ajeno, intentando reflejar ahí dentro el propio, allí donde las mieles y hieles del triunfo juegan al gato y al ratón tanto como a las escondidas y al espejito espejito, aunque sin duda la estética del prestigio ajeno proviene de otra época, de eras inmemoriales.
Los primeros rollos, que son los más dinámicos, rinden numerosas visitas, obligadas o por azar del acelere, a personas y lugares clave en la vida del ídolo. El primer encuentro en la Sinaloa natal del envejecido ídolo de la afición será el exboxeador-taxista El charras, que gesticula en big close-up mientras manotea y parlotea y maneja su vehículo de alquiler, al cual se han trepado coincidencialmente el realizador-entrevistador improvisado y su acosante acuciante fotógrafo Carlos Arango, para que, periódico amarillista en mano, todos comenten la omnipresencia actual del narco en la entidad, gracias a la colusión de los delincuentes en la policía local (“Es un desorden”) previo al irrefrenable encomio verbal al gran boxeador impar a quien se le refiere como Míster Nocaut (“Era un superdotado, tenía un gancho al hígado precioso y perfecto”). Sigue el turno casi eterno de la madre Isabel viuda de Chávez, quien, en medio de su confortable suntuosidad clasemediera y deslizando por ahí alguna irreprimible (¿sistemática?) cuchufleta contra el megaempresario gringo perpetuamente sospechoso de explotadorzazo Don King (“Siempre lo transó”), evoca al hijito peleonero JC, el menor de sus tres aspirantes a boxeadores (junto con Rafael y Roberto del mismo apellido), aserto al que, desde otro pliegue del tiempo alternado, el legendario púgil responde que todo lo emprendió en un principio “para sacar adelante a mi familia”, y se lamenta un poco tardíamente por haberle roto “de una patada la fuente” a su progenitora, mientras el montaje aprovecha para insertar imágenes en meneado campo vacío de las vías férreas llenas de recuerdo (“Aquí viví en un vagón”), a cuya vera debió edificarse la nueva casa materna.
A continuación, un buen señor sereno de nombre Rodolfo, muy efusivo y paternal, que fue el primer entrenador del jovencísimo JC, acoge con alegre afabilidad a Chávez tanto a como a su pegote-bió (cronó) grafo fílmico Luna, en un discretísimo gimnasio culiacanense al parecer de su propiedad. También surge del pasado el casco viejo del Parque Revolución, al mismo tiempo que se invocan los tres muchachos que madreó a la vez JC una vez, el arduo combate de aficionados con La Pili (pese a la ferocidad de ésta y a un molestísimo acceso de diarrea), otra y otra pelea, hasta algún sonado triunfo en inolvidable ocasión (“Cuando me robé a mi vieja”). El joven aspirante a boxeador guapito julio César Chávez JR, recibe con cordialidad compañeril a su contemporáneo Diego de beisbolera cachuchita roja, y ambos se sientas a platicar en la intemperie entre dos vagones de un ferrocarril estacionado como si estuviera en una acogedora oficina improvisada en el abandono. Renglón aparte, se guarda y resguarda para acoger la figura del veterano ferrocarrilero padre difunto de JC (¡esas fabulosas fotos en serio del anciano bañándose con billetes de cien dólares!), quien fuera asaltado a bordo de un tren por causa del regalazo enjoyado que le hiciera su vástago famoso con su primer triunfo mundial (“El viejo andaba bien lurio y un trampa lo vio en el vagón”), quedando deshecho a golpes y mentalmente tocado hasta morir lustros más tarde (“El abuelo murió hace tres años”), sin por ello acallar las canciones en tributo a su hijo (compuestas en tropel por Juanga y Molotov y demás) que aún se hacen escuchar dentro de la estructurante corriente sonora musical del filme (“Chávez, cómo me mata tu mirada” / “El macho Camacho como las fiebres corrió” / “Eres un campeón”).
La cronología meramente nominal de las fajadoras, ascendentes y apoteóticas peleas victoriosas, en especial las foráneas con Edwin Rosario o Roger Mayweather y demás, que comparecen evocadas/invocadas a base de Tv transmisiones de época e investigaciones iconográficas básicamente periodísticas o mediante fotos de álbumes familiares. Ha empezado ya el flujo fílmico a puntearse, y a puntearse por qué no a putamadrazos verbales, a saco, con una salvaje colección de entrevistas a granel. Destacan los responsables del fulminante triunfo nacional e internacional de Chávez, pero también tienen voz sus testigos, sus parientes, acompañantes y demás parásitos.
El presentador angelino Jimmy Lennon Jr rememora entusiasta la remota epopeya súperpluma de JC. El empresario doméstico Fernando Beltrán expone el meteórico ascenso internacional de JC, peleando con denuedo “los tres minutos completos de cada round”. A punto de pasar de un plumazo calculador del sexto al segundo sitio de los aspirantes a una corona coyunturalmente vacante. El promotor Bob Harum traza los mapas del arranque de JC, consumando el KO técnico del rudo al rape Meldrick Taylor (en marzo de 1990) ya a cinco segundos de que terminara el combate e incluso teniendo la puntuación global desfavorable. El promotor José Suleimán, dirigente de la comisión mundial de boxeo (uno de los dos consorcios deportivos cuyos dictámenes unificó la trayectoria de JC), no escatima elogios hacia el personaje y aún babea con la elección de JC por el entonces Tzar de los casinos de Las Vegas para inaugurar la regia arena de la MGM, ganando. El promotor Don King, quien halló en JC la mina de oro que había dejado vacía el suspendido temporal Mike Tyson, se finge inocente al meterse en política mexicana, no desperdicia la oportunidad para sumirse ante la cámara como un benefactor de boxeadores arribistas en desgracia (“Sólo vienen a verme cuando tienen dificultades, y llegan a mí con problemas no sólo económicos sino espirituales”), en pleno arrebato de hipocritona beatitud mística.
Ya más del otro lado del oficio, el excampeón afroamericano de peso completo hoy mero rostro tatuado Mike Tyson, cuya incomprensiblemente memoriosa admiración, de igual a igual epocal, hacia La Gran Pelea del colega mexicano. El exboxeador Héctor el terrible Morales especula con ecuanimidad sobre el retiro siempre a destiempo, cuando no demasiado tarde, de sus congéneres (“Tú no te quieres ir cuando estás ganando bien”), entre ellos, se supone sin señalarlo, el notorio cuan lamentable JC. Y el campeón mexicano-estadounidense Oscar de la Hoya, verdugo en dos ocasiones y consecuentemente liquidador generacional por partida doble del diez años mayor JC, rechaza por mera delicadeza hacer leña del árbol caído al mencionársele la primera derrota del mexicano en 1995, o al referirse a la revancha fallida en 1997 que le concedió un JC físicamente disminuido, tras esa ceja abierta en el primer round y debiendo el árbitro parar la pelea en el quinto asalto, además de dando un peso welter forzado.
Punto y aparte, pues. En los rollos intermedios, a la hora de su entrevista-show bomba, el expresidente espurio y ebrio permanente de legitimación Carlos Salinas de Gortari, quien explotó hasta el hartazgo la imagen apoteótica y una supuesta amistad con el púgil exitoso, para vestirse con sus victorias, darse baños de pueblo, golpeado con provecho y dejarse salpicar oportunistamente de esa gloria tan vampirizable cuan usurpada, como se llevaran vidas paralelas en secreto inter conectadas, opina sonriente, y vuelve a opinar encarrerado , con su puesta agudeza dicharachera sobre la derrota al imbatible boxeador boricua Héctor el macho Camacho (el doce de septiembre 1992 en Las Vegas) porque hablaba demasiado (“Más rápido cae un hablador que un cojo”), exhibe los rojos guantes autografiados que le obsequió en público y presume aún su visita en helicóptero al púgil minutos antes de un triunfo crucial en febrero de 1993 en el Estadio Azteca (“Pero no, ése es tuyo, le dije, el mío está acá bajo”).
Para superar un trago tan amargo y no romper el tono ligero del filme a la hora de afrontar espinosos asuntos tales como los presumibles nexos de JC con los narcos más poderosos de Sinaloa (nunca contundentemente negados, ni sobre todo por esta tímida y ocultadora película tan carente de valentía y elocuencia reales), su linchamiento mediático por la Secretaria de Hacienda a principios del zedillismo (“No soy delincuente”) y el inicio de su declive deportivo a la vez que su decadencia como ser humano (bombardeo de implorantes cartas abiertas al nuevo presidente en turno para contrarrestar la “campaña de desprestigio” que orquestó en su contra el procurador panista Lozano Gracia, “Por evasión de impuestos”), la tibieza apurada y afligida de Luna no encuentra otra solución abstinente que darle la voz a un par de eventuales comentaristas ignaros que opinan sin documentar sus afirmaciones y precisas, hacen como que critican y discuten jamás a fondo el caso, a saber, o más bien no saber, el bienintencionado comunicador electrónico Javier Solórzano y el novelista pasmado en la literatura de la onda sesentera José Agustín, quienes no tienen empacho en señalar la función de titiritero de Salinas con respecto a JC. Y la necesidad imperiosa de Zedillo de deslindarse de ambos (de JC y Salinas), por su puesto, Luna tiene la suficiente sensibilidad para jamás cometer el desacato de preguntarle a JC “Perdone, ¿estuvo usted involucrado con el narco?”, o hacer la tontería de mostrar alguna fotografía del campeonísimo en francachelas de los sospechosos de grandes capos festivos. A su turno en compensación y en contrapunto, más abierta en sus juicios, la velocista Ana Guevara destaca por encima de toda la supremacía de las innegables hazañas del JC catorce años invicto “en el cuadrilátero”, y también fiel a sus observaciones el devoto periodista del Esto deportivo José Luis Camarillo, narra la regocijante anécdota de cuando un médico hizo el milagro que se curara el puño noqueador de JC “por orden presidencial”. Y a otra cosa, mariposa veleidosa y vergonzosa, mientras JC y en persona, bruto y homofóbico visceral a rabiar, justifica a su manera el inicio de la debacle en 1996 por estar “sufriendo una separación”, mientras se muestra la trágica imagen de la cortada espantosa en la frente (“Me da tristeza esta chingadera”), por primera vez derrotado en su combate contra Frankie Randall, a principio de febrero de 1996, aún a sabiendas de que estaría físicamente minado por sus habituales e imprescindibles francachelas de fin de año.
La cinta acierta cuando desea ser expositiva y discretamente estilizada, con un tejido visual–conceptual denso y polifónico cuando no contrapuntístico, pero fracasa cuando pretende convertir a JC en poco menos que un héroe nacional o revelador de los “momentos más obscuros del Poder” y de su época en México. El gladiador del Salinato, calificó sin piedad a JC la reportera fílmica Rosario Reyes (en El financiero, 16 de mayo de 2007), englobándolo todo, personalizando el supuesto documental biográfico y desbordando de un plumazo todas las posibilidades y facultades de lectura y relectura, todos los potenciales alcances discursivos o teóricos, raciocinantes y especulativos de la película en sí, para sí y consigo. Recreación de época sin molestar a nadie, o atiborrar de fechas y precisiones de lugar como si el desprevenido espectador común estuviese ávido de áridos datos escuetos. Pero el último rollo del filme resulta excelente, de una intensidad y una ironía inusitadas, al hacer el retrato del hombre acabado, con la sorprendente venia, un tanto masoquista, o por lo menos autodenigratoria, o rabiosamente autoirriosoria, o dictada por un soberanamente ambiguo acto de humildad, del propio involucrado, quizá incluso clandestino cofinanciero de proyecto, creyéndolo beatamente elogioso y reivindicador, en un sentido homenaje (“A JC Chávez no se le había dado el lugar que merece; lograba paralizar a todo el país; unía a un México dividido”: Diego Luna en declaraciones como fan de Chávez, que no del boxeo, a Jorge Caballero de La Jornada, 16 de mayo de 2007), tal vez, por ahí medio dramático o medio elegiaco inconfesable, pero supuestamente sin filo o segundas intenciones o dobleces.
La cinta acierta cuando desea ser expositiva y discretamente estilizada, con un tejido visual–conceptual denso y polifónico cuando no contrapuntístico, pero fracasa cuando pretende convertir a JC en poco menos que un héroe nacional o revelador de los “momentos más obscuros del Poder” y de su época en México.
Surgimiento y auge, pero también menoscabo y caída. ¿Se derrumbará el objeto de admiración de esta hagiografía laica, filmada con vastos recursos económicos, pero finalmente autosaboteada de manera subrepticia? Enmarcado entre letreros de bitácora-suspenso elemental “con número veinte horas antes de la pelea”, “con número tres horas antes de la pelea” del mismo fatídico 17 de septiembre de 2005, entre pastillas para calmar los nervios, entre dolores y somnolencias, entre peras y cuerdas de entrenamiento cual insistentes mamparas de cine nipón, luego de apapachar como única probable tablas salvavidas emocional y sparring de lujo afectivo a su hijo pugilista de 64 kilos, un JC ufano de no estar “ni gordo ni acabado” se expone conscientemente a la derrota, arriesgo corporal y al ridículo e incurre con amplitud y vastedad y bastedad, en los tres, frente a un tal Grover Wiley. Preparativos como justificaciones, ante sala de la silla eléctrica, manipulación elíptica del sonido, dormidera póstuma en el joven y recio hombro filial, mártir del cristianismo a punto de irrumpir en la arena de los sacrificios violentos, espera en el inmóvil bloque espacio-temporal de los vestidores y pasillos vueltos reptantes gracias al steadycam, discreto multimedia reducido a un vil monitor vigilante más que ubicuo, guantes de madera tricolor, baile de pie sobre el ring cual tiro de gracia previsto por el grano reventado de la imagen quebranto y quebradero de huesos tal como anunciaba la radiografía médica y respirables planos cerrados.
El círculo vicioso, vistoso y viscoso de la cronología cerrada se torna virtuoso y vitriólico. Precavido y tenso nocaut técnico más allá de todas metafísicas con complejo de inferioridad y con jurados sentimientos de ilegitimidad del campeón sin corona (Alex Galingo, 1945) y de viejos boxeadores retirados tipo Ángel de Barrio (José Estrada, 1980) o fuera del cielo (Javier Patrón Fox, 2003-2006) y demás banalizados tremendistas a lo barrio de campeones (Fernando Vallejo, 1981) o nocaut (José Luis García Agraz, 1982). El lamento estridente de una trompeta sirve para magnificar la episódica e incidental derrota trivial e insignificante cual gris debacle póstuma. Ahora Luna observa a su personaje de manera implacable interrumpiendo la empatía comprensiva no exenta de camaradería clasista con que lo había descrito y enfocado hasta ahora, coreando sus choros y necedades, close up sostenido, JC enjuagándose y limpiándose los lagrimones, hundida la cabeza, arrinconado en su esquina neutral, ya sin tiempo ni melancolía ni nostalgia ( “Ya ni modo, ya no tiene caso decir nada”). Lo único que importa ahora es entrenar al hijo, endurecerlo y volverlo sabio y cuerdo en medio de las cuerdas, transferir en él la herencia fáustica, volver a realizarse a través suyo (pero no gracias a la esquemática dimensión docuficcional casi amateur del filme de Luna, dónde la figura del muchacho permanece bastante desdibujada, por decir lo menos), verlo añorantemente con ojos de borrego a medio morir desde adentro del ring de la humillada derrota. Por eso para concluir de forma tajante con la operación de culto a la personalidad que deseaba ser la película misma, JC ha soltado desde antes la súplica esquiliana, la petición solitaria y final, un conmovedor e inerme y desolado “como me quieren a mí, quieran a m’hijo”. Un réquiem hipócrita y gratuita por el Has Been más grandioso del boxeo mexicano.
Y la ilusión del triunfo no era más que un espejismo insostenible y efímero, una conjuración fortuita al Lado Oscuro de la Fuerza, un mareo momentáneo, un malestar que quiere prolongarse a perpetuidad, una cicatriz interior y el puño derecho fracturado, una llaga imborrable, una pasajera y efímera vanidad de vanidades fugaces y volátiles que sólo dejarán paso para siempre al indistinguible lamento instintivo e inconsolable, una ruleta rusa tras la cuál a veces se duda si realmente pasó algo, una cruda perenne e insalvable, una prematura soledad final forzadamente sonriente y hondamente incomunicada.
Publicado en el libro La ilusión del Cine Mexicano. Editorial: Océano, 2003. Fragmento extraído del capítulo «La ilusión del triunfo», reproducido con la autorización del autor.
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