Los bastardos (México, 2008) inicia con el plano fijo de un cauce seco donde caminan dos hombres apenas perceptibles, y finaliza hasta que el espectador los tiene justo en el plano principal. Se trata de dos inmigrantes mexicanos indocumentados –Fausto y Jesús– en Los Ángeles, California. Emergen del drenaje, por el sendero de las ratas, ocultos a la vista de aquellos que los eliminarían. Sabemos sus nombres, pero el anonimato de sus motivaciones finales son desconocidas por razones no atribuibles a un guión mal hecho. El plano nos conduce a su mundo para que lo padezcamos por un momento, pero tampoco quiere que sintamos ni lástima ni empatía. En todos los planos de la película vemos el interior de sus personajes desde muy lejos.
Amat Escalante (Sangre, 2005; Helí, 2013) nos introduce con pericia en la existencia clandestina de los despojados de sus derechos, en un país que no los reconoce, pero que los utiliza (y saca provecho) para toda clase de trabajos mal pagados. Subrayo toda clase, pues Escalante describe detalladamente la marcha diaria de abusos e insultos a tolerar si se quiere ganar algo de dinero: regateos injustos, pactos no cumplidos, una forma discriminatoria en el trato, y la ejecución de actos delictivos de ciudadanos americanos sin humanidad pero con poder. A lo largo de la primera parte, largas secuencias nos dan cuenta de su día a día, y nos sirven de necesario antecedente para contextualizar lo que está por venir. Algunos han criticado negativamente a Escalante por esta descripción árida, parca e incluso gratuitamente interesada en reproducir los estilos inconfundibles de Robert Bresson, Bruno Dumont o Michael Haneke. La influencia cinematográfica es tal, no queda duda, pero no cae en la gratuidad en la medida en que su intención tiene la congruencia y complejidad de una mirada que no rechaza social, pero alcanza mucho más, (casi) un examen moral. Muchos diálogos se escuchan mal, y son proferidos en la jerga; el plano alargado y la acumulación de detalles otorga sustento para comprender lo que viene a continuación.
En una de las escenas, Fausto y Jesús caminan en un parque. En una conversación aparentemente insignificante, el segundo –más joven e inseguro– quiere convencer al primero que «el trato del gringo es muy peligroso, hay que olvidarnos de él y del arma». Fausto, más endurecido por las circunstancias, contesta que no es momento de rajarse, y que hay mucho dinero en juego. Acto seguido, en el mismo parque, unos norteamericanos de apariencia neonazi los humillan de forma grotesca, especialmente al más joven. Ya debajo de unos arbustos, Jesús empuña el arma y fantasea con aniquilarlos: «pinches gringos, pum pum». La duda moral se disipa cuando las normas más elementales de convivencia humana son rebasadas por aversiones más encarnizadas, irracionales.
Tienen que matar a una mujer norteamericana. Vive con su hijo, un adolescente que la ignora por completo. Deprimida, apenas comunica cualquier cosa, su devenir de tristeza y abulia sugiere sufrimiento psicológico y farmacodependencia (esconde marihuana y otras drogas en una cajita). Escalante desplaza el lugar del relato, siendo su segunda parte una especie de resorte entre la marginalidad/resentimiento de los marginados frente a la complacencia/banalidad de la víctima, pero que en la primera parte fue representada como cruel y déspota. Cuando irrumpen en la casa, los indocumentados controlan a su víctima de muchas maneras, desde el sometimiento sexual hasta ordenarle una cena servida en la mesa. Por un lado, se consigue una adecuada introspección en el sentimiento de venganza que ve oportunidad de ejecutarse. Por el otro, simplemente se sirven de las comodidades de una casa lujosa con piscina, algo a lo que nunca podrían aspirar, el móvil de sus actos. Dada la influencia de Funny games (Haneke, 1997), cabe esperar un sadismo corrosivo hacia la víctima que no se detiene. Sin embargo, el escenario trasciende a una mera mímesis nihilista de algunas películas de Haneke (El séptimo continente, Benny’s video, Caché, la citada Funny games). Los bastardos trata de algo más visceral y cuyas razones son más fácilmente sondeables: la ausencia de sentimientos morales y de respeto en los indocumentados protagonistas como única reciprocidad hacia las actitudes hostiles que tienen que afrontar a diario. No importa que la víctima no les haya hecho daño y que sea amable dentro de lo que cabe. Hay que cumplir con otro trabajo más, o al menos eso parece hasta que llega el momento de la verdad.
Por una parte, es muy atinada la distancia afectiva de Escalante hacia sus personajes, que evita cualquier maniqueísmo o actitud buenista hacia los jornaleros haciendo de sicarios. La selección de actores no profesionales –los dos protagonistas en la vida real han cruzado la frontera para sobrevivir– produce el hiperrealismo estético para, con toda crudeza, desvelar el espiral de violencia y deshumanización de las circunstancias descritas. Fausto y Jesús no son perdonados –ni pedirían serlo– por actuar bajo necesidad, pero queda claro que sus acciones están dictadas por un mandato superior: el norteamericano que los contrata, relacionado íntimamente con la víctima. Por otra parte, el tacto para retratar la degeneración social norteamericana sugiere como conclusión un pesimismo de carácter casi existencial. El ser humano y la violencia transitan aparejadas, cuales intrínsecas compañeras a lo largo de un camino en el que el bien parece una fábula que no se corresponde con la realidad. Ni siquiera aquellos que parecen buenos pueden eludir el acto de matar si tienen la oportunidad y ven amenazado su propio pellejo. Un par de escenas muy violentas dan cuenta de esta concepción oscura y sórdida de las acciones humanas, en especial porque sus perpetradores no se perfilaban como carniceros.
El último tramo de la película es el cierre macabro de un encargo laboral más. Escalante termina por donde empezó: en el anonimato de la mano de obra y la inevitabilidad de la siguiente jornada y sus respectivas e inevitables humillaciones. Es cierto que la atmósfera de Los bastardos es fea, tosca y, en ocasiones, el pulso de sus largos planos puede provocar la sensación de inanidad y hasta la somnolencia. No nos encontramos con una obra a la altura del mundo autoral que Escalante añoraría recrear, en el que la ambigüedad impera a diestra y siniestra. A pesar de ello, su sinceridad e incredulidad ante los discursos tranquilizantes amerita que se recomiende su revisión en días como hoy, cuando la demagogia supremacista norteamericana busca cerrar el porvenir de muchos mexicanos en EU, justamente bajo el argumento de que es la forma justa de tratar a «violadores y asesinos». Los bastardos de ninguna manera defiende esta postura; en cambio, sí deja muy abiertas la coladera de inmundicia y odio que posibilitan –e incluso fomentan– las explosiones de violencia.